Los
dos hombres, el grande y el pequeño, estaban sentados al borde de la acera, uno
al lado del otro. Eran, si queremos verlo de esta manera, como dos viejas
botas, puestas una al lado de la otra, ambas igualmente desgalichadas, pero de
clases diferentes. La bota de un marinero, recia y despellejadas, con una
abertura crispada en un lugar de los cordones, que tan también podían equipararse
a una carcajada seca, junto a un botín de señorito rico, ya muy venido a menos.
Y era penoso imaginar como el puñadito de huesos del pequeño podía llegar a
sostener en sus manos uno de los pesados taladros neumáticos, que ahora
descansaban inclinados, con sus cuchillas enterradas en el asfalto de la calle.
El grande masticaba un pan con mortadela. ¿A ti te leyeron cuentos cuando eras
pequeño? Preguntó de repente. El chiquilín lo miro con asombro. Pues a mí si continúo
el primero, porque yo tuve una tía vieja que se llamaba Emérita, que fue
maestra de escuela y me leía cuentos. El flaco se rascó las ingles. Yo creo que
uno puede volar el grande, sin mover los ojos que tenia delante. Bueno, no
digamos que siempre o a cada momento; pero puede llegar un día en que uno…ssssssssssss…
se levante y vuele. Imagínate que se aparece aquí ahora mismo una carroza. De
la carroza baja un hada, el hada tiene una varita mágica; hace plín, y los dos
salimos volando, volando. El de los huesos escupió en una trayectoria de tres
metros. ¡Estás diciendo la pendejada más grande que he oído en mi vida¡ exclamó.
Desde ese momento el grande permaneció callado. Un bocado se le había congelado
entre los dientes. ¡Qué lástima¡ dijo finalmente. Nunca has debido decir eso.
Yo ya principiaba a sentirme livianito. :Salvador Garmendia