
El entrompe era de una, y si no se llevaba pareja la charla era la propia carta a la hora del me gustas. Porque ser chamo, zanahoria y la solvencia que daba el estar trabajando, resolvían circunstancias acercadas a episodios idílicos como regularmente pasaba cuando íbamos de frente. Para eso nada mejor que una buena pinta.
Todo galán que se respetara debía estar en onda, para lo cual podía darse una pasadita por las torres de El Silencio, donde El Moro, El Africano o Cervantes explayaban sus vidrieras a la espera de la compra de la ropa de moda. Complemento indispensable siempre debía ir en el bolsillo del saco o la chaqueta: el papel polvo, el pañuelo, la toallita refrescante con Vetiver o Lavanda, el peine de carey marca Chic. La cajita de chicle Adams era un pecado no cargarla.
El calzado de cuero daba prestancia, sobre todo si era comprado en las zapaterías Miami o Veracruz, en la avenida Universidad; o La Francesita, por la esquina de Piñango. El corte de pelo en la barbería El Arte Francés, por los lados de la plaza La Concordia, era impelable. Un Mulco datovisor, un Tisot militar o el económico Lancou Oris, no debía faltar en la muñeca.
La bebida casi siempre era el anís Cartujo, tomado puro o aderezado con soda y limón según el gusto. La preferencia musical se la llevaban Ray Barreto, Tito Rodríguez, Sexteto Juventud, Federico y su Combo… en clara devoción con el programa del ya desaparecido Fidias Danilo Escalona, transmitido por Radio Difusora Venezuela; caribeña cadencia aún vigente. Igual el infaltable bolero invitando a ensamblar mejillas a la hora del levante. Sobre todo cuando desde el picó salían al ruedo las voces de Barbarito Diez, Leo Marini, La Lupe, Olga Chorens o la infaltable Orquesta Serenata Tropical.
Precisos los tiempos de ahora, con la miniatura de un pendrive poniendo a rumbear a medio mundo. Cosas de la modernidad ¿No?
Pedro Delgado.