Creo en ti, Aquiles Nazoa, padre todo poderoso, que
supiste hurgar en la vida privada de unas muñecas de trapo y crear historias
como la de un caballo que era tan bonito como para alimentarse de jardines y
que, cuando fue muerto en un campo de batalla, resurgió, no de sus cenizas como
el Ave Fénix sino de sus propias flores, para elevarse en los aires cual
mariposas o pájaros de múltiples colores; o, esa en la que tu madre recorre su
pueblito de recuerdos mientras, tú, tomado de su mano, sentado en sus faldas o
apoyado en sus hombros, te vas haciendo pequeño, más pequeño, pequeñito, hasta
llegar al momento en que eres gestado por la suavísima alfarera que ella es al
escuchar el susurro de las palabras enamoradas de tu padre; o, en fin, esa otra en la que revitalizas los
mágicos instantes en los cuales tu padre te contaba un pícaro cuento de
animales. Creo en ti, el Aquiles Nazoa que se paseaba por las calles de Caracas
a pie, en bicicleta o montado en un tranvía de dos pisos; o trepaba por las
alambradas de las estadios para remontar papagayos multicolores que se elevan
en los aires como signos libertarios. Creo en ti, hermano de las estrellas, oidor
de las tinajas sonoras que se recargan con las gotas de lluvia, recolector de
las monedas de chocolates atesoradas bajo las almohadas de la niñez y hasta,
por qué no, respetuoso de los silencios para que tus tíos panaderos pudieran
dormir de día porque trabajaban por las noches.
Creo en ti, el que escuchaba a su isleña abuela de El Hierro susurrando
sus cuentos y canciones para llenar tu niñez pobre, pero nunca triste. Tan
hermosa en la realidad y poblada de fantasías como como la revivida y vuelta a
pasar por tu memoria. En fin, creo en ti, y lo creeré por siempre, porque eres
ese Aquiles Nazoa que se levanta en las mañanas para acompañarnos desde las
páginas de tus libros, se monta en su escarabajito y recorre nuestras
violentadas calles para gritarnos que Venezuela es aún posible si, como tú,
creemos y amamos las cosas sencillas de la vida.